Desafíos desde la cuarentena: doble aislamiento o el reto de la mascarilla

Si ustedes creen que la están pasando pésimo con las medidas para protegerse del COVID-19, como mantener la distancia, salir solo uno por familia o usar mascarilla en la calle, espérense no más a que les cuente como la estamos pasando las personas sordas. A ver si me escuchan…

Ya antes de la pandemia, las personas sordas y con audición disminuida (no, no es lo mismo) ya la veíamos verde. Más que «no ser incluyentes» -que es el eufemismo favorito de muchos-, Los servicios y su acceso son (y siguen siendo) abiertamente excluyentes. Pero hoy pueden hasta costarnos la vida. ¿Que no? No hace mucho tuve un problema en un parque, el personal de serenazgo me dio un teléfono (¡Dios, mío!) para que llamara a la comisaría del distrito porque ellos no podían hacer nada, ni siquiera comunicarme con la Policía o llamar a un patrullero. ¿Se imaginan si tuviera la necesidad de llamar al 113 porque se me pegó el COVID-19 o si tuviera algún otro problema de salud, digamos, en la vía pública, como un ataque de pánico, que está «de moda» y no es broma?

Ojalá pudiera decir que las barreras de comunicación se refieren únicamente a los números de emergencias, trámites bancarios o al sonido del timbre, pero no: si la llegada de la pandemia de COVID-19 ya nos agarraba bastante aislados, ahora las personas con discapacidad auditiva nos enfrentamos al doble aislamiento, o lo que llamo «el reto de mascarilla» que sale con yapa: distanciamiento social.


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Permítanme un pequeño paréntesis para dos precisiones: primero, que no todas las personas sordas somos signantes (los que usan lengua de señas), y aunque lo fuéramos, si el interlocutor no sabe lengua de señas no podría contestarnos con el mismo código, porque no sabría qué le hemos dicho. De todas maneras tiene que usar el lenguaje oral, hablar, y esas palabras, obviamente, no las podemos oír.

Segunda precisión: las personas sordas, sobre todo las poslocutivas como yo (las que perdimos la audición cuando ya sabíamos hablar porque todavía escuchábamos), leemos los labios para poder entender el lenguaje oral. Pero «leer los labios» no se limita exclusivamente a comprender el movimiento de la boca; es también captar los gestos y el lenguaje no verbal. Y con media cara tapada, sin saber si el interlocutor está riendo o está enojado, es un asunto muy estresante y, la verdad, imposible.

Ashley Lawrence, una estudiante de la Universidad de Kentucky, creó mascarilas con una ventana transparente que permite leer los labios (Foto: internet)

Volviendo al coronavirus, cuando al principio de la pandemia la gente empezó a salir con mascarillas -que luego el gobierno decretó de uso obligatorio- pensé, ingenuamente, que podía echar mano, con muchas dosis de paciencia y buen humor como dice mi papá, de la creatividad.

Me dije que, ya que saldría poco, «solo» necesitaría una libreta con algunas frases que siempre debo utilizar como «soy una persona sorda», «cuánto le debo», «no puedo entenderle», «gracias», pero con el distanciamiento social ya no podía acercarme lo suficiente o no querían recibirme la libreta; además, al igual que yo, el interlocutor no podía ver mis gestos de «buena gente».

Esto lo explica mejor: un día salí con mis mascotas al jardín más cercano (que es como una cuadra más abajo) y un soldado se mataba llamando desde atrás (obviamente, yo no lo sabía). Me persiguió toda la cuadra hasta que me alcanzó. Muy molesto él, me pidió mi «asdfadkfdkjf«, mientras -sospechaba yo- que por alguna razón desconocida que para mí era como «asdfkdjf dkfjdkjfkdfkdj, erf kmfñ ¡¡¡¡¡¡ASDÑFKJEMM FIEK,ME¿DSKJFIFEMEOD!!!!!!!!!» me estaba llamando la atención (lo intuí por cómo movía las manos). Así exactamente, así. Quise en ese momento sacar mi libreta, pero el soldado me hizo un gesto de alto. Presa del pánico y con la boca seca, porque juraba que en cualquier momento me apuntaría con su arma creyéndome un ser peligroso, le dije con la voz deformada (porque mi voz ya no me suena igual que antes), que soy una persona sorda y que sacaré mi carné de Conadis (bendito carné, lo «amodio»). Luego de revisarlo diez veces y de pedirme (por escrito ahora sí) mi DNI, me explicó que era domingo y nadie podía salir. La barrera de la comunicación me la había jugado, otra vez.

Y mejor ni les cuento lo que es para mí ir al supermercado en estas épocas de acaparamiento por pandemia. Sucede con la gente lo mismo que con las bicicletas en las veredas o los autos que se pasan las luces y no respetan las señales de tránsito: atropellan, se pasan por encima, empujan… y ¡encima se molestan! Cómo explicarles que ya la sordera conlleva un enorme grado de ansiedad, de estrés; ahora con esto, simplemente se ha agudizado hasta convertirse en pánico: porque eso ya me pasó y me quedé ahí, en la calle, con un policía incapaz de comunicarse conmigo, hablándome de lejitos, mientras la gente aterrorizada me pasaba de lado y yo sin poder hablar para identificarme como persona sorda. Menudo problema.

Pensarán que la tecnología y sus chiches pueden ayudar a cerrar esas brechas de distanciamiento e incomunicación, pero debo confesar que las videollamadas son, personalmente, un verdadero dolor de cabeza, no solo porque la señal de internet en estos días está malísima y la imagen se congela, sino porque, por ejemplo, en las videollamadas grupales, los participantes hablan a la vez y no puedo seguirles el ritmo a todos; también sucede que la cámara no está suficientemente cerca o enfocada para poder leer los labios, o ya para qué adornarla, no entiendo ni michi.

De más está decir que es muy estresante no poder entender a la primera o a la segunda o ni siquiera a la tercera, lo que resulta en un aislamiento doble: por cuarentena y por interacción. La soledad más palpable que nunca.

Pero para no pecar de subjetivos hay algunos pocos «beneficios». Entre otras cosas, por ejemplo, que hayan incluído a un intérprete de señas en las clases virtuales de «Aprendo en casa» (Moisés Piscoya se lleva las palmas, de veras que sí) o América TV que nos hace el «favor» de incluir el closed caption (solo para la señal digital, ojo), aunque la Ley 29973 de la Persona con Discapacidad* diga que es más bien una obligación.

Moisés Piscoya, intérprete de LSP en Aprendo en Casa (Imagen: TVPerú)

Así que, luego de este coronavirus decida dejar de golpear estos lares y nos permita una nueva normalidad, espero que en ella se mantengan esos «beneficios» y hasta se mejoren, pensando en cuánto se ha invertido en conseguir que la información llegue a todos, incluso a las personas con discapacidad auditiva. Porque casi tenemos que decir que «mal de muchos, consuelo de sordos».

Finalmente, sldkfkdfjkd, kkjfiielledo ñalkdfoff. Ñuynpmvbwend, odngppap ene jfpen ñvpadmf.

*Artículo 22.2: «Los programas informativos, educativos y culturales trasmitidos mediante radiodifusión por televisión cuentan con intérpretes de lengua de señas o subtítulos».

Un comentario Agrega el tuyo

  1. Mary Sáenz dice:

    Reblogueó esto en Mala Letray comentado:

    Sordera y COVID-19 o el reto de la mascarilla.

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